Por GARI DURÁN
10 MAR. 2018
EL 28 de diciembre pasado los medios de comunicación daban a conocer las protestas callejeras que habían estallado en Irán. Aparentemente, la llama había prendido por sorpresa en Mashhad -la segunda ciudad más grande del país- y en pocos días se había extendido a lo largo de 142 poblaciones. Y lo que se había iniciado como una protesta contra el alza de precios y la corrupción, se había convertido en un levantamiento político contra el Gobierno y, de manera inaudita, incluso contra el líder supremo, Alí Jamenei.
La mayoría de los medios occidentales han hablado de una “revuelta heterogénea”, sin ningún tipo de liderazgo y por causas básicamente económicas. Por supuesto, las sanciones a las que puso fin el acuerdo nuclear de 2015 se esgrimen como principal causa de la situación que ha derivado en el estallido social. El 2 de enero, Jamenei culpaba de las revueltas a los “enemigos de Irán” y, dos días después, el comandante de la Guardia Revolucionaria, Mohammad Alí Yafarí, daba por finalizadas las protestas. Algunas cifras de los levantamientos presuntamente sofocados: 8.000 arrestados (según fuentes del Régimen), de ellos, un 90% menores de 25 años; cinco opositores muertos durante su detención tras ser torturados (según Amnistía Internacional); y 50 fallecidos durante los levantamientos.
Pero para que el descontento desaparezca de las ciudades de Irán, para que el ansia de libertad de los iraníes se diluya, hace falta algo más que el anuncio de Yafarí e incluso algo más que la siniestra sombra de las cárceles de Evin o de Qarchak. Porque esos sentimientos no son nuevos. 39 años de régimen despótico y de opresión. Ésa es la verdadera realidad de Irán. Esa que su posición estratégica, su influencia política en la región y los ingentes recursos económicos dedicados a blanquear su imagen han conseguido ocultar.
El sábado pasado en París, cuatro mujeres de cerca de 70 años subían a un escenario. Una de ellas sostenía en su mano un marco con seis fotografías en blanco y negro. Su marido, cuatro hijos varones y una hija. Uno a uno fue diciendo sus nombres. Cuando pronunció el de su hija Safieh, se le quebró la voz. “Estaba embarazada cuando la mataron”, dijo. “También murieron mis hijos y mi esposo, asesinados”. Ellos en la masacre de 1988 en la que el régimen de los mullahs acabó con la vida de los miles de prisioneros políticos que había entonces en las cárceles iraníes. Su hija murió poco después de su detención, en el 81, a causa de las torturas sufridas.
Detrás de la mujer, sus compañeras, vestidas de oscuro como ella, asentían en silencio. Sus ausencias las mismas, su dolor, idéntico. Pero ninguna de las cuatro estaban allí para recordar su historia, que era, al fin y al cabo, la misma que contaban los cientos de fotografías en blanco y negro, que en aquel momento se proyectaban en las gigantescas pantallas del escenario. Estaban allí para pasar el testigo a los que ahora se han levantado y pedirles que no desfallezcan. Y todo ello a pesar de conocer muy bien lo que les espera a los que se cruzan con la Guardia Revolucionaria o con los agentes de la Inteligencia iraní.
Sin ir más lejos, en el informe sobre los Derechos Humanos en Irán llevado a cabo por la enviada especial de la ONU, Asma Jahanguir, en 2017, se describe un panorama tan sombrío que seguir calificando de moderado el Gobierno de Rohani es una burla cruel que sólo se explica por el cinismo que impera en la política exterior, especialmente en la de la zona. Habla la enviada de la ONU en primer lugar, del miedo de los iraníes a hablar con ella, un temor que comparten tanto los que viven en Irán como los del exterior que tienen familiares en el país. Destaca Jahanguir el alarmante incremento de ejecuciones muchas de ellas de menores.Castigos como las flagelaciones, las mutilaciones y las lapidaciones siguen aplicándose con normalidad. Las cárceles se caracterizan por la sobrepoblación, la insalubridad, la ausencia de asistencia médica y las torturas. En cuanto a la libertad de expresión, la disidencia -en cualquier ámbito- implica una acusación de «atentado a la seguridad nacional» que se paga con la detención arbitraria y sin ninguna garantía jurídica. Al fin y al cabo, los tribunales revolucionarios son una extensión del poder que ejercen las autoridades para acallar cualquier crítica al régimen.
En cualquier caso, en el Irán de los ayatolás, el precio de la libertad ha sido siempre muy alto: muerte, tortura, confinamiento o exilio. De entre los que tuvieron que huir en los años 80, algunos lo hicieron al Irak de Sadam Husein. Y allí mantuvieron viva la llama de la oposición al régimen desde el campo de refugiados de Ashraf. Otros rehicieron su vida en Europa, en EEUU o en Canadá. Pero como 39 años han dado para más de una generación, algunos de los niños nacidos en Occidente, cuando alcanzaron la mayoría de edad decidieron dejarlo todo y trasladarse al lugar que simbolizaba para ellos un Irán libre: Ashraf.
La caída de Sadam y la posterior retirada del país de los EEUU, dejó en manos del Gobierno del proiraní Al Maliki y de la miopía de los gobiernos occidentales, la vida y la seguridad de estos refugiados. Pronto se vio que, a pesar de las garantías que el presidente iraquí había dado al Ejecutivo estadounidense, habían puesto al lobo a vigilar a las ovejas
En 2012, y tras 26 años viviendo en Ashraf, estos refugiados fueron obligados a trasladarse a Camp Liberty, un lugar insalubre en el noreste de Bagdad, en el que fueron confinados, sin ningún tipo de protección y a merced de un Gobierno que no pensaba cumplir lo prometido. En diciembre de 2013 ya habían sufrido cuatro ataques con misiles que se habían saldado con la muerte de 100 residentes y un millar de heridos. La pesadilla no había hecho más que empezar.
Meses antes, el 1 de septiembre, el Campo Ashraf -en el que aún permanecían algunos miembros de la oposición- fue asaltado por las fuerzas iraquíes quienes asesinaron, a sangre fría, a 52 residentes y tomaron como rehenes a siete, seis de ellos mujeres.
Fui a Ginebra a reclamar junto con otros políticos la liberación de esos rehenes. Recuerdo especialmente el testimonio de la señora Bouluchi. Su hija se contaba entre las 52 víctimas mortales, pero ahí estaba, sobreponiéndose al dolor para pedir la liberación de los rehenes. Al final del acto hablé con algunas de las mujeres que habían iniciado una huelga de hambre. Difícil transmitirles esperanza cuando pocos minutos antes, el ex responsable de la oficina de los Derechos Humanos de la ONU en Irak, Tahar Boumedra, había reconocido en privado que se sabía que los rehenes estaban confinados cerca del aeropuerto de Bagdad y que lo más probable era que fueran llevados a Irán. A día de hoy, siguen en paradero desconocido.
Un año más tarde la nueva guerra iniciada en Irak convirtió la situación de los refugiados de Camp Liberty en insostenible. Obligados a permanecer en el fuego cruzado entre el Estado Islámico y el ejército iraquí, sin pertenecer a ninguno de los dos bandos en liza, con las fuerzas iraníes en el terreno, sin la protección de las autoridades internacionales y el último año, casi sin recursos para sobrevivir, sólo aspiraban a poder huir de la ratonera en que se había convertido el campo.
En enero de 2017 y ante la sorpresa del Gobierno iraní, el vuelo con los últimos 100, de los 3.000 residentes iniciales de Camp Liberty, despegaba del aeropuerto de Bagdad destino Tirana. Entre ellos, la hija de la dirigente de la oposición iraní en el exilio, Maryam Rajavi.
En París, el lema de la Conferencia a la que asistí -Las mujeres, la fuerza para el cambio- se hacía más presente que nunca. Se notaba la presencia de las que habían liderado durante años la vida en Ashraf y en Camp Liberty. Las que habían muerto. Las que habían sobrevivido. Pero sobre todo, las que ahora están en la vanguardia de las protestas, confrontando sin miedo a las fuerzas de seguridad, sólo con la palabra y reclamando a los hombres que luchen.
Fue una mujer, en Hamedán, con pantalones vaqueros y un pañuelo rojo cubriéndole el pelo, la primera que se atrevió a romper el tabú e increpar directamente al líder supremo, Alí Jamenei. Y el símbolo más visible de las revueltas es una joven que sale de la Universidad de Teheran, levantando el puño mientras se cubre la boca para protegerse de los gases lacrimógenos.
Las protestas de ahora dejan fotografías en color, los rostros de mujeres jóvenes que miran sonrientes a la cámara, con velo o sin él, y que ahora mismo están en las cárceles de Irán en condiciones terribles. Activistas por los derechos humanos, escritoras, estudiantes, amas de casa, fotógrafas, kurdas, cristianas. Raheleh, Soha, Zeinab, Zahra, Shima, Shahnaz y tantas otras.
Muchas de ellas puede que ya no vuelvan a casa. A Atena Daemi y Golrokh Iraee -ambas en huelga de hambre-, ya casi no les queda tiempo. Pero la comunidad internacional puede seguir mirando para otro lado y fingir que en el Irán del «moderado» Rohani las cosas han cambiado.
Gari Durán es doctora en Historia Antigua, ex senadora y vicepresidenta de INCO Human Rights.
http://www.elmundo.es/opinion/2018/03/10/5aa2910be5fdea79718b4640.html